No tengo la intención de colgar en el globo todos los discursos del Papa en la JMJ. Podéis encontrarlos sin dificultad en la página de la Santa Sede. Sin embargo, de vez en cuando, no me puedo resistir. Copio y pego. Aquí tenéis una conmovedora alocución en uno de los barrios más pobres de la ciudad de Río.
VISITA A LA COMUNIDAD DE VARGINHA (MANGUINHOS)
Jueves 25 de julio de 2013
Queridos hermanos y hermanas,
Buenos días.
Es bello estar aquí con ustedes. Es bello. Ya
desde el principio, al programar la visita a Brasil, mi deseo era poder visitar
todos los barrios de esta nación. Habría querido llamar a cada puerta, decir
«buenos días», pedir un vaso de agua fresca, tomar un «cafezinho» —no una copa
de orujo—, hablar como amigo de casa, escuchar el corazón de cada uno, de los
padres, los hijos, los abuelos... Pero
Brasil, ¡es tan grande! Y no se puede llamar a todas las puertas. Así que elegí
venir aquí, a visitar vuestra Comunidad; esta Comunidad que hoy representa a
todos los barrios de Brasil. ¡Qué hermoso es ser recibidos con amor, con
generosidad, con alegría! Basta ver cómo habéis decorado las calles de la
Comunidad; también esto es un signo de afecto, nace del corazón, del corazón de
los brasileños, que está de fiesta. Muchas gracias a todos por la calurosa
bienvenida. Agradezco a los esposos Rangler y Joana sus cálidas palabras.
1. Desde el primer momento en que he tocado el
suelo brasileño, y también aquí, entre vosotros, me siento acogido. Y es
importante saber acoger; es todavía más bello que cualquier adorno. Digo esto
porque, cuando somos generosos en acoger a una persona y compartimos algo con
ella —algo de comer, un lugar en nuestra casa, nuestro tiempo— no nos hacemos
más pobres, sino que nos enriquecemos. Ya sé que, cuando alguien que necesita
comer llama a su puerta, siempre encuentran ustedes un modo de compartir la
comida; como dice el proverbio, siempre se puede «añadir más agua a los
frijoles». ¿Se puede añadir más agua a los frijoles? … ¿Siempre? … Y lo hacen
con amor, mostrando que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino en el
corazón.
Y el pueblo brasileño, especialmente las personas
más sencillas, pueden dar al mundo una valiosa lección de solidaridad, una
palabra —esta palabra solidaridad— a menudo olvidada u omitida, porque es
incomoda. Casi da la impresión de una palabra rara… solidaridad. Me gustaría
hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a
todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no
se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede
permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo. Que
cada uno, según sus posibilidades y responsabilidades, ofrezca su contribución
para poner fin a tantas injusticias sociales. No es, no es la cultura del
egoísmo, del individualismo, que muchas veces regula nuestra sociedad, la que
construye y lleva a un mundo más habitable; no es ésta, sino la cultura de la
solidaridad; la cultura de la solidaridad no es ver en el otro un competidor o
un número, sino un hermano. Y todos nosotros somos hermanos.
Deseo alentar los esfuerzos que la sociedad
brasileña está haciendo para integrar todas las partes de su cuerpo, incluidas
las que más sufren o están necesitadas, a través de la lucha contra el hambre y
la miseria. Ningún esfuerzo de «pacificación» será duradero, ni habrá armonía y
felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia
una parte de sí misma. Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma;
más aún, pierde algo que es esencial para ella. No dejemos, no dejemos entrar
en nuestro corazón la cultura del descarte. No dejemos entrar en nuestro
corazón la cultura del descarte, porque somos hermanos. No hay que descartar a
nadie. Recordémoslo siempre: sólo cuando se es capaz de compartir, llega la
verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. Pensemos en la multiplicación
de los panes de Jesús. La medida de la grandeza de una sociedad está
determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no
tiene más que su pobreza.
2. También quisiera decir que la Iglesia, «abogada
de la justicia y defensora de los pobres ante intolerables desigualdades
sociales y económicas, que claman al cielo» (Documento de Aparecida, 395),
desea ofrecer su colaboración a toda iniciativa que pueda significar un
verdadero desarrollo de cada hombre y de todo el hombre. Queridos amigos,
ciertamente es necesario dar pan a quien tiene hambre; es un acto de justicia.
Pero hay también un hambre más profunda, el hambre de una felicidad que sólo
Dios puede saciar. Hambre de dignidad. No hay una verdadera promoción del bien
común, ni un verdadero desarrollo del hombre, cuando se ignoran los pilares
fundamentales que sostienen una nación, sus bienes inmateriales: la vida, que
es un don de Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover; la
familia, fundamento de la convivencia y remedio contra la desintegración
social; la educación integral, que no se reduce a una simple transmisión de
información con el objetivo de producir ganancias; la salud, que debe buscar el
bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual, esencial
para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, en la
convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del
corazón humano.
3. Quisiera decir una última cosa, una última
cosa. Aquí, como en todo Brasil, hay muchos jóvenes. Jóvenes, queridos jóvenes,
ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero a menudo se
sienten defraudados por los casos de corrupción, por las personas que, en lugar
de buscar el bien común, persiguen su propio interés. A ustedes y a todos les
repito: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza
se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los
primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo
con el bien. La Iglesia los acompaña ofreciéndoles el don precioso de la fe, de
Jesucristo, que ha «venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn
10,10).
Hoy digo a todos ustedes, y en particular a los
habitantes de esta Comunidad de Varginha: No están solos, la Iglesia está con
ustedes, el Papa está con ustedes. Llevo a cada uno de ustedes en mi corazón y
hago mías las intenciones que albergan en lo más íntimo: la gratitud por las
alegrías, las peticiones de ayuda en las dificultades, el deseo de consuelo en
los momentos de dolor y sufrimiento. Todo lo encomiendo a la intercesión de
Nuestra Señora de Aparecida, la Madre de todos los pobres del Brasil, y con
gran afecto les imparto mi Bendición. Gracias.