Kloster
me dijo ayer que debía huir de Madrid y, por una vez, le hago caso.
―Pero sin
móvil, sin ordenador, sin prismáticos pajareros, sin boli para tomar notas, sin
clases que preparar ni meditaciones pendientes.
―Algo
tendré que llevar…
Con
gesto adusto, acepta que meta en el macuto dos poemarios: el “Libro de la
Pasión”, de Ibáñez Langlois, y “Casa propia”, de Enrique García-Máiquez.
―¿Cómo
podré descansar sin un par de poetas de compañía?
Después
del desayuno enfilo en la carretera de La Coruña con música de Vivaldi en la
radio. Tres cuartos de hora más tarde me recibe en Molinoviejo el repique
inconfundible del pico picapinos, que sigue a lo suyo sin percatarse de mi
presencia.
Abro la puerta del viejo oratorio, donde el aleteo de los ángeles es estruendoso para cualquiera
que haga silencio en su alma. Hay tal densidad de recuerdos dentro de esas
paredes, que el santo se me va al cielo y yo con él.
Salgo
del oratorio veinte minutos más tarde. En el jardín, llamo a los pájaros para que
me hagan compañía y vienen, obedientes a la voz de su amo. Son pocos y casi
domésticos; aún no han llegado las aves de primavera. Rezo el rosario entre los
pinos, y las aves repiten conmigo la letanía lauretana.
Al
fin leo un poema, uno solo: el que Enrique dedica a Nuestra Señora escudándose en Gonzalo de Berceo.
―¿Y
ya está? ¿No has hecho nada más?
Kloster
me riñe porque no tengo nada que contarle.
―¿Te
parece poco? He visto a la Mujer muerta amortajada en blanco. He charlado de
poesía con un petirrojo. He rezado por libre… Y las chicas de la administración
han conseguido que me olvide de la Cuaresma.
¡Dios mío, qué tarta!